jueves, 10 de noviembre de 2011

El Pastor y el Faro

Había una pequeña ciudad del lado oeste de los Estados Unidos, a las márgenes del Océano Pacífico, próspera y progresiva. No era grande, pero tenía calles largas y limpias, parques arborizados y los barrios crecían rápidamente.
La arena blanca de la playa era como un collar entre los verdes de los montes y el azul del mar. Y era allí, en el mar, que estaba la riqueza del poblado: la pesca.
Cada noche, los barcos barrían las aguas con sus redes, trayendo una cantidad de peces tan grande que muchas fábricas se instalaron para industrializar y exportar el pescado.
En la entrada de la bahía, había un faro antiguo que durante años prestaba el valioso servicio de guiar a los pescadores en las noches oscuras de tempestad, iluminándoles el camino en el mar.
En esta ciudad, había también una iglesia, que era la única. El pastor luchaba con todas las fuerzas para concientizar a las personas del Evangelio y del Juicio de Dios. Pocos le daban atención y menos aún frecuentaban sus reuniones. Pero el hombre no desanimaba.
Se levantaba temprano y pasaba un buen tiempo orando sobre el altar, visitaba los enfermos, atendía a los que le buscaban y además se preocupaba de encender el faro todos los días puntualmente a las cinco de la tarde.
La ciudad crecía y los negocios aumentaban. Los barcos eran más modernos y traían cada vez más peces. El mar era muy abundante. Cuanto más barcos venían, mas peces aparecían en las aguas. Nadie volvía con la red vacía. Noche clara u oscura, al sacar la red, allá estaba el valioso tesoro que movía la vida de la ciudad.
En una radiante mañana de sábado, el pastor, ya con cierta edad, murió. Con excepción de los miembros de la iglesia, nadie percibió el hecho. Sin llamar la atención de nadie, el laborioso soldado del Evangelio partía de la misma forma que había vivido.
Sintiendo aquella perdida, los miembros de la iglesia enviaron una carta al intendente, pidiéndole que buscara otro pastor. Pero, ninguna respuesta les fue dada.
El intendente era alguien muy ocupado. Un gran mercado de pesca estaba siendo construido para atender a los compradores de todas partes. Eran, en la mayoría, representantes de las grandes fábricas de América que iban a cerrar lucrativos negocios. Había también planes para una nueva escuela y ampliación del hospital. Con tantos proyectos importantes, era muy difícil conseguir la atención de aquel hombre.
Cuando todo parecía ir bien, la pesca pasó a ser escasa. Las redes, que antes venían llenas, pasaron a venir vacías. Al principio no se le dio importancia al hecho, en fin los almacenes estaban llenos. Pero, con el pasar del tiempo, el problema se agravó. Los barcos eran lanzados al mar, barriendo cada centímetro de las aguas, pero, sin obtener éxito.
El mercado quedó vacío. Las fábricas cerraron y los empleados fueron despedidos. La construcción de la escuela fue rechazada, como también la reforma del hospital. Muchos especialistas fueron consultados, pero en vano. Nadie sabía, pero el hecho es que el pez ya no venía a la red.
Desesperados, los pescadores continuaban su lucha. Con la esperanza de un cambio, salían todas las noches para la pesca, y fue en una de esas noches que una tempestad rápidamente se formó sin que ellos lo notasen. Con el mar revuelto y el cielo, cubierto de nubes, sin ninguna luz. Sin visión para navegar, uno de los barcos, movido por las olas, fue lanzado violentamente contra el faro, que, desde la muerte del pastor, nunca más fue encendido.
En la mañana siguiente, el intendente estaba desahuciado en su gabinete. Él había intentado de todo lo que estaba a su alcance, sin éxito. Pensativo y cabizbajo, vio sobre la mesa la carta de los miembros de la iglesia, que decía:
“Señor intendente, nosotros, los miembros de la única iglesia de la comunidad, informamos a Vuestra Excelencia el fallecimiento de nuestro pastor. En su ministerio, él oraba todos los días por nuestra ciudad y pedía a Dios que nunca faltase pez en el mar.
Preocupado con los pescadores, también encendía todas las tardes el faro para guiarlos en las noches oscuras. Nunca desanimó. Si no tuviéramos otro hombre de Dios que bendiga la pesca y encienda el faro, los peces van a escasear y, en una noche oscura, nuestros barcos correrán el riesgo de naufragar, lanzados por las olas contra alguna roca en el mar.”
El intendente encontró así la respuesta que buscaba. Los hechos ahora eran claros y obvios a su frente. “¿Pero como nunca me di cuenta de este hombre y su trabajo?”, se preguntaba el intendente.
A partir de allí, él entendió que el pastor era como el faro, que no emite la luz sobre sí mismo, sino sobre las olas del mar para iluminar el camino de los hombres. Aquel trabajo anónimo era de un extraordinario valor.
Así debe ser el pastor, un faro encendido por Dios. No se ilumina a sí mismo en búsqueda de la gloria del mundo, sino que lanza su luz para mostrar a los hombres el camino de Dios. En su clamor, bendiciones son alcanzadas y problemas evitados.
Muchas veces solo nos concientizamos de esto cuando los perdemos y nos enfrentamos con los problemas. Ahí, sólo nos resta aprender a lección de la importancia del clamor de un hombre de Dios. ¿No es eso lo que dice la Palabra del Señor?
Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé.” (Ezequiel 22:30)

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